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LA INQUIETANTE AVENTURA DE DANIEL


Era una tarde espléndida de verano. Las islas de Caroline se encontraban tranquilas y silenciosas, mientras que las olas chocaban en la arena negra de la playa. Los tripulantes de los tres barcos que no habían desertado, estaban contentos de haber encontrado una isla dónde podían finalmente descansar.
Habían navegado durante tres meses sin parar, y más de veinte hombres
habían muerto en esta expedición. La comida escaseaba, pero, sobre todo, lo que causó la muerte de bastantes hombres fueron las enfermedades que aparecieron en el viaje, debido a sus horribles condiciones.  
Daniel, un adolescente de diecisiete años, había perdido a su hermano en el viaje. Lo había visto morir, poco a poco, mientras cada día la enfermedad le iba matando. Cuándo se murió, tuvieron que echarlo al mar debido a su olor, ya que era insoportable. Daniel estaba triste, no hablaba con nadie; no tenía ganas de comer, no podía dormir, pero, sobre todo, se sentía muy solo. Su hermano era como un mejor amigo para él. Sentía que lo había perdido todo y se preguntaba por qué se habían inscrito en este viaje, porque lo único de “glorioso” que le habían prometido era la miseria. Quería que este viaje acabase, aunque sólo había acabado de empezar.
Daniel era el más joven de todos los navegantes, por eso era el que se encargaba de hacer las cosas que a nadie le gustaba, como, por ejemplo, coger leña, limpiar los baños, etc. Un día, cuándo se levantó temprano para limpiar el barco, se encontró con uno de los tripulantes tirado en la arena, boca abajo. Daniel corrió para ver lo que pasaba, y después de que lo llamase varias veces, no dijo nada. Entretanto, varios hombres llegaron y giraron al hombre. Todos se quedaron estupefactos cuando vieron un dardo clavado en el medio del cráneo. Estaban sorprendidos porque no sabían quién podría querer matar a alguien, ya que toda la gente se llevaba bien. Hicieron un funeral y al final del día, todo el mundo decidió ignorar este acontecimiento, con la esperanza de que no volviese a ocurrir jamás.
Los días pasaban, pero la tristeza de Daniel no desaparecía. Ya sólo faltaban unos pocos días para que sus pequeñas vacaciones acabaran. Durante las noches, Daniel oía unas misteriosas voces y no podía distinguir si provenían de su cabeza o del interior del bosque. Cuándo estas voces empezaron a ser más gritos que susurros, Daniel no podía dormir y lo que más le intrigaba era que nadie más oía estas misteriosas voces.
Llegó la última noche, y Daniel no quería estar más de un segundo de lo necesario en aquella isla siniestra. Cuándo el sol apareció empezaron a recoger el campamento. De repente, voces muy agudas comenzaron a gritar alguna canción en una lengua muy compleja y todos los hombres cogieron lo que tenían a mano. Daniel no tenía la menor idea de lo que estaba pasando, pero sí que sabía una cosa; estaba en peligro. Corrió hacia una roca muy alta que se encontraba al lado del barco. Después de respirar tres veces, miró lo que estaba pasando. Dardos, rocas, piedras, estaban siendo proyectados hacia los tripulantes de los barcos mientras que las espadas de sus amigos intentaban golpear a los indígenas. Daniel no podía hacer nada. No sabía luchar y no tenía nada con que defenderse. Daniel se preguntó por qué nadie había oído estas voces y él sí, pero en este preciso momento, un dardo se clavó en su brazo. Miró hacia adelante y vió un indígena corriendo en su dirección. Cuándo decidió correr hacia el barco, sus piernas y brazos no se movían, pues el dardo había sido envenenado. Pensó que era su fin, pero un tripulante mató al indígena de un cuchillazo y lo arrastró hasta el barco. Daniel se durmió e infelizmente, nunca se despertó más.
Los tripulantes intentaron salvarlo, pero sus esfuerzos fueron inútiles ya que más tarde descubrieron que el veneno que había sido utilizado era de una especie de tarántula, que sólo con tocar ese veneno, era una muerte asegurada. Daniel no pudo completar el viaje, pero por lo menos algunos de sus amigos sí y estos se encargaron, entre muchos otros, de honrar su memoria.
Pedro Hernández Alves

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