La joven pelinegra miró la antigualla que tenía por reloj. Eran las 06:42 y llegaba tarde. Se acabó de un sorbo su amargo café y salió corriendo de su pequeño apartamento. Se había mudado de su pueblo a la capital portuguesa, con esperanzas perdidas de realizar su sueño. Pero lo que ella no se esperaba era el caos y la confusión de las calles y las estrechas callejuelas empedradas que había allí.
A lo lejos, una inmensa cantidad de personas le indicaron que había llegado a su destino: el metro. Bajó las sucias y pegajosas escaleras. Abajo cientos de personas pasaban la tarjeta del metro apresuradamente para poder coger el metro de las 07:00. A la izquierda estaba, como siempre, el viejo mendigo que pedía dinero para sus cuatro hijos. Cuando llegó a la ciudad, la chica siempre le daba monedas sueltas y todo lo que podía darle sin arruinarse. Hasta que un día le vio en un bar gastándose los cinco euros que ella le había dado esa mañana. Desde aquel día, ella ignoraba la presencia del viejo mendigo. Eran las 06:56, en cuatro minutos justos el metro llegaría. Miro a la derecha. Todo era normal. Gente bien vestida, lista para trabajar y empezar ese horroroso lunes. Finalmente llegó el metro. Como era esperado estuvo todo el trayecto de pie, rezando por no caerse, ya que no tenía donde sujetarse.
Muy buen relato realista... con su dosis de crítica implícita, como en los de Galdós.
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