En los sombríos campos de un pequeño pueblo, donde el viento soplaba con
un susurro macabro y los árboles eran testigos mudos de oscuros secretos, vivía
un humilde granjero llamado Martín. Este hombre tenía una expresión facial
sombría y llevaba sobre sus hombros la pesada carga de la soledad, ya que su
única compañía eran unas escasas gallinas que habían sobrevivido a los ataques
de los zorros en el verano pasado y una cabra negra de aspecto siniestro
llamada Belfegor.
Martín era un hombre que había tenido una familia en un pasado que le
parecía más lejano de lo que era. Tres meses atrás, su mujer e hijas habían
sufrido un accidente fatal de automóvil, despeñándose sobre un precipicio e
impactando justo sobre una cerca de cabras, matándolas a casi todas en la
totalidad, de una granja próxima. En esa noche, Martín no había querido recoger
a su familia al final de la celebración de la Eucaristía y su mujer se vio
obligada a llamar un taxi. Sin embargo, para la mala suerte de la familia, el
taxista se encontraba sobre los efectos del alcohol y al llegar a una curva más
apretada, el conductor se despeñó por el borde de la carretera, precipitándose
por una alta colina.
Martín, además de tener que cargar con la culpa de la muerte de su
familia, tuvo que indemnizar al dueño de la granja en la que el taxi se había
despeñado y tuvo que comprar todas las cabras que había en la granja de las que
solo una sobrevivió al accidente. Y fue así como Martín conoció a Belfegor y la
cabra pasó a ser la única compañía del desolado hombre. El animal de aspecto
funesto tenía una forma física similar a la de un animal en desnutrición con
una piel áspera y apretada en sus huesos y costillas. Su pelaje era más oscuro
que la misma noche y sus ojos destilaban una malévola inteligencia, por ello,
Martín sentía escalofríos cada vez que oía alguno de sus balidos agonizantes y
ni siquiera se atrevía a mirarle a los ojos. Sin embargo, era todo lo que le
restaba y decidió mantener al demoníaco animal hasta que se hiciera gordo y lo
pudiera vender en la ciudad.
En las noches de los siguientes tres meses, Martin era incapaz de dormir.
La presencia de la cabra, que ahora convivía junto a las gallinas en un establo
abandonado que solía servir de matadero, perturbaba profundamente al viudo y él
afirmaba, jurando por todo, que a partir del anochecer se podían oír voces
guturales y ruidos que procedían del establo, pero siempre que él se dirigía
allí para confirmar que no se trataban de ladrones de heno, los ruidos cesaban
inmediatamente al abrir la puerta y Martin solo alcanzaba vislumbrar los ojos
lúgubres de la bestia cornuda.
Una noche en la que el cielo se encontraba más nublado y la vista no alcanzaba
a ver las estrellas, el ruido procedente del establo fue insoportable y Martín,
decidido a acabar con él de forma permanente, se levantó de la cama con furia y
cogió su CZ Bobwhite G2 que tenía en la pared del salón, la cargó y salió a
paso rápido de la casa en dirección al establo.
Al llegar al antiguo matadero, Martín abrió la puerta de una patada destrozando la cerradura, estaba concentrado en acabar con la maldición de una vez. Sin embargo, lo que encontró no era lo que él se esperaba. El gallinero estaba destrozado y había plumas y sangre de gallina por todas partes. En la atmósfera se sentía un olor a putrefacción, heces y a muerte, un olor que, al atingirlo, inmediatamente hizo con que recordara al momento en que tuvo que identificar los cadáveres de su mujer e hijas en la morgue. La espontánea recordación de tal trauma y al ver la escena de su gallinero aún se enfureció más, pero lo que vio cuando entró en el compartimento donde solía estar la cabra nunca se lo podría haber imaginado. Aquella horrible figura caprina se encontraba de pie sobre sus patas posteriores mirándole fijamente a los ojos sin nunca pestañear en el centro de un pentagrama dibujado con la sangre procedente de las gallinas. Martín se encontraba aterrado, el miedo le consumía el sistema nervioso entero y tremía tanto de miedo que parecía convulsionar. No obstante, reunió toda su fuerza y alzó la escopeta de modo a ver la mirilla, pero cuando posicionó su dedo en el gatillo de la escopeta sonó una voz muy familiar que gritaba: “¡Para!". La voz venía de detrás de la cabra y de una sombra aparecieron 3 figuras humanoides, siendo la del medio significantemente más alta que las otras dos. Iban de las manos y cuando la luz de un relámpago de la tempestad que se aproximaba les alumbró la cara sus identidades se hicieron evidentes. Se trataban de su mujer e hijas, pero sus rostros eran pálidos y fríos tal como él las había visto en la morgue.
"Te extrañamos papá”, “¿Por qué no nos recogiste después de la misa?", "Ve con nosotras cariño" le decían las figuras. Martín aún muy aturdido bajó el arma. No sabía qué hacer, miraba estupefacto a su mujer y luego a la cabra que se mantenía en la misma posición con una expresión facial estoica e intimidante.
"Perdona, no puedo más, debo acabar con esto" dijo Martín intentando concentrarse en el motivo por el cual estaba allí.
"No tiene que ser así. Ven con nosotras. Te extrañamos" decía su mujer acercándose a él de manera calma. Martín cayó sobre sus rodillas desolado cuando la figura de toco el hombro.
"No puedo ceder. Por el amor de Dios debo resistir" insistía Martín mientras algunas lágrimas pesadas se escapaban de sus párpados. La mujer se agachó para estar frente a frente de su marido y con una mano le acariciaba el hombro con cariño y con la otra agarraba el cañón de la escopeta y se lo llevaba a la cara de su marido.
"Te hemos extrañado mucho desde que nos fuimos. Ya estás cansado. Déjate llevar y descansa" le dijo la mujer con una voz suave y amable, mientras él ya abría la boca para dejar entrar la salida del cañón. Martín había sido atormentado por la soledad durante meses y con la visita de su mujer haría todo lo posible para que siguieran juntos. Los sentimientos de culpa y de angustia inundaban la mente del granjero y él no podía hacer más que llorar mientras que la tormenta se acercaba cada vez más.
La lluvia ya entraba con fuerza en establo por el tejado deteorado. La figura que se encontraba en frente suyo deslizó su mano del hombro a la mano del hombre y la encaminó al gatillo. "Ya está cariño, este es el último esfuerzo" y los dos juntos bajo la lluvia presionaron el disparador.
Moraleja:
No dejes que la pereza te controle porque puede traer consecuencias a largo plazo y debes cumplir tus obligacion especialmente cuando menos te apetecen ya que estas son las que implican más mérito.
este es el mejor texto que he leido en mi vida
ResponderEliminargracias bro
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