La soledad en
alta mar era agobiante. Me encontraba navegando en un barco a velas, rodeada
únicamente por el vasto océano. No había señales de vida humana a mi alrededor,
solo el sonido del viento y las olas rompiendo contra el casco del barco. En
ese lugar solitario, llevaba conmigo las dudas e inquietudes del mundo entero.
El peso de esas preguntas se volvía casi tangible, como si cada una fuera un obstáculo
que empujaba mi barco hacia las profundidades. A pesar de la angustia que me detenía,
sabía que ese viaje era necesario para encontrar claridad y respuestas y
devolver la vida a ese mundo tan inánime.
Entre dos realidades, me encontraba yo flotando en la amplitud de una
inmensa mar, sin saber hacia dónde dirigirme. Voy a favor de la corriente,
esperando encontrar ese portal tan mágico que, con las respuestas, mi mundo
pudiera salvar.
Mientras el sol descansaba y la luna era la que mandaba, me tumbaba yo
sobre eses cajones de misterios de una población que podría haber llegado a ser
algo más que unos solos seres ya extintos, preguntándome si el día que yo
encontraba el portal de la verdad era tan verdadero como mi existencia, o tan irreal
como mis sueños. Los días pasaban a igual que mi esperanza y ya poco tenía yo a
desear; mi ánimo estaba ya hacia abajo, igual que mi barco, ya a punto de
naufragar.
Pero cuando la luz se fundía y el barco naufragaba, una puerta misteriosa
se abría, y con ella, iban apareciendo las maravillas del mundo, unas buenas y
otras no tan buenas, unas encantadoras y otras asustadoras, unas apasionantes y
otras aburridas…
Sin dudar, di un paso en frente, en dirección a ese portal y algo
inesperado sucedió…
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