Bajo el manto de la noche, nuestros caminos se cruzaron como destinos entrelazados. Sus ojos, dos luceros en la penumbra, encontraron los míos y en ese instante, el mundo se volvió un eco lejano.
Caminamos juntos en silencio, pero el susurro del viento parecía narrar la historia que nuestros labios no se atrevían a contar. Cada paso era un acercamiento furtivo, y el roce de nuestras manos creaba una conexión tan sutil como la luz de la luna en la oscuridad.
Bajo la quietud de la noche, las palabras quedaron suspendidas en el aire, pero el palpitar de nuestros corazones resonaba como un secreto compartido. En ese instante, el mundo se redujo a nosotros dos, una melodía romántica en un concierto de emociones.
Sin necesidad de grandes gestos, el romance se tejía en la simplicidad de la complicidad. Y así, en esa noche serena, descubrimos que el amor no siempre necesita ser detallado; a veces, se expresa mejor en la magia de los momentos compartidos, en la conexión de dos almas que se reconocen en la quietud de la noche.
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