Durante la media
noche de un día nublado de otoño como otro cualquiera, talvez un poco más
ventoso que los otros, paseaba un hombre a la orilla del Duero. Las sombras de
los arboles parecían más grandes y los varios puentes que atravesaban el río
parecían mucho menos estables que en un día normal, parecía que se iban a
desmoronar en el preciso instante que alguien o algo pasase por ellos. No se
oía nada más que el fluir de las aguas del río que sonaba contra las rocas y
formaba pequeñas cascadas en esta zona de su curso, el ulular del viento y el crujir
de la madera que constituía los pequeños caminitos que atravesaban el rio
pasando por sus islas y llegando a sus orillas, esta noche aparentaba normal,
pero fue la noche más peculiar y espantosa de la vida del hombre que paseaba a
la orilla del Duero.
Este hombre nunca
conoció sus padres, creció en un orfanato en el que poco le atendían, no
consiguió nunca estar feliz con nadie, ni si quiera consigo mismo. Cuando salió
del orfanato trató de ganarse la vida, pero algo se lo impedía, un odio
profundo a todo lo que le rodeaba, la gente se apartaba de él, ya que en la más
mínima conversación con el hombre, este les iba a herir los sentimientos de una
manera como él solo conseguía, pero esto no era su intención ocurría solo. La
gente se fue apartando de él y esto alimentaba la llama de su odio. Su odio por
la sociedad lo llevó a la pobreza y estos dos factores juntos lo llevaron al crimen
y por esto pasó completamente solo muchos años en la celda de la cárcel de un pequeño
pueblo.
Ya después de ser
libre, en su paseo por la orilla del Duero, atravesando sus pequeños caminitos
de madera el hombre se lamentaba de toda su vida, nadie se acordaba de que este
hombre existía, pues él nunca había provocado nada de bueno ni de relevante en
la vida de nadie, y entre sus lamentos se fijaba como las sombras parecían más
grandes, los puentes más inestables, las aguas del río más heladas de lo que
solían estar, los árboles parecían que se iban a derrumbar y al fondo en la
montaña, la ermita de San Saturio parecía mas viva que nunca, pero no eran personas
que estaban allí si no las ánimas de almas en pena. Fue en este momento en el
que las nubes se abrieron y dejaron paso a la luz de la luna llena, la luna
llena brillaba mucho más de lo normal, tanto que el Duero se tiñó de un blanco abrasador
y el hombre decidió acercarse para observar este fenómeno, fue a una de las inúmeras
entradas de madera en el río que se usaban para atracar los pequeños barcos de
paseo, pero este fue su último acto.
Cuando el hombre
se acercó a una pequeña y putrefacta entrada de madera, probablemente la que
estaba en peores condiciones de todo el río, aunque él no lo notó, preocupado
con sus lamentos el agua blanca por la luz de la luna se levantó 3 metros por
en cima de su cabeza y el Duero lo engulló.
Ni en los
siguientes días, ni en las siguientes semanas, ni en los siguientes meses y ni
tan siquiera en los siguientes años alguien se dio cuenta de que este hombre había
desaparecido, pues el hombre aunque físicamente no lo estuviera, ya estaba
muerto para todo el mundo y este final macabro en verdad fue insignificante
para el curso de los acontecimientos, porque hace mucho que este hombre ya era
en verdad un muerto atrapado en un cuerpo de vivo. Después de esta peculiar
serie de acontecimientos el mundo siguió su curso, de la misma manera que lo habría
hecho si no hubiera ocurrido nada y nadie notó la falta de nada, ni tan siquiera
una pequeña sensación de vacío en sus vidas.
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